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A las 6 y pico

Pakito

Tambores de guerra

Tambores de guerra En el extranjero, siempre han resultado misteriosos nuestro comportamiento temerario y nuestra lamentable historia. Nosotros lo hemos asumido sin comprenderlo: es algo tan natural como que llueva o que haga frío en invierno. Ahora que de nuevo marchamos todos juntos, compelidos una vez más a apostarlo todo a una empresa imposible, precisamente ahora que todo el país se dispone a perder otra guerra, nos corresponde a los que, aún en medio del frenesí, mantenemos un mínimo de lucidez, reflexionar acerca de las causas de nuestro proceder. Sería absurdo pretender sustraernos al influjo que moviliza a nuestros compatriotas: ya lo dije, todos marchamos juntos, irremediablemente, hacia la derrota, y posiblemente hacia la muerte. Eso es lo que sabemos, nuestro único dato seguro. Sin embargo, ni siquiera en una situación desesperada es superflua la reflexión.

El primer motivo de nuestra conducta es un proceso interno del individuo, simultáneo en todos los individuos. Todos nosotros lo conocemos. Ni siquiera merecería la pena referirse a este proceso, si no fuera porque, curiosamente, apenas se menciona. Cualquiera puede contrastar, sin embargo, su propia experiencia con las menciones que sí existen: no se conoce ningún caso en el que no hayan coincidido. Describiré brevemente el proceso al que me refiero:

El individuo empieza escuchar unos tambores imaginarios. Al principio son golpes aislados, que quizá puedan confundirse con algo que se cae, etc. La frecuencia de los golpes va aumentando, sin embargo. Acaban formando una sucesión uniforme, con intervalos que dependen del individuo: suele variar entre uno y dos segundos. Se ha dicho que estos tambores son una llamada irracional e irresistible hacia la guerra. Creo que este juicio es cierto en esencia, pero inexacto. La guerra es un concepto muy amplio: implica un objetivo ajeno a ella misma (un objetivo político o económico) y una serie de normas (no me refiero a las distintas "normas de conducta" que se han propuesto a lo largo de la historia, sino a normas que definen lo que es y lo que no es guerra). Mi opinión es que los tambores son una llamada irracional e irresistible hacia el combate. Otros, seguramente, cambiarían "combate" por "saqueo": no dejarían de tener razón, sólo sería un enfoque ligeramente distinto del mismo fenómeno.

Como ya se ha dicho, esta llamada que recibe el individuo, es un proceso que se repite en todos los individuos de la nación. Por lo tanto, y obedeciendo esa llamada, nos armamos y marchamos al combate. Lo normal es que tengamos dificultades para dormir, incluso para descansar, hasta que hayamos combatido.

Haré un inciso para poner en su lugar ciertos disparates que se dicen o escriben acerca de este tema. Por supuesto, no existe ninguna trama policial en todo esto. No hay ninguna conspiración del gobierno para hipnotizarnos, ni nada por el estilo. ¿Acaso alguien ignora que lo mismo que ahora sucede sucedía mucho antes de que se inventaran las técnicas modernas de propaganda? Además, culpar al gobierno es confundir causa y efecto. Si el gobierno desea la guerra, si dispone lo necesario para que nos armemos y marchemos al combate, esto se debe sencillamente a que también sus miembros, como ciudadanos de la nación, oyen los tambores. ¿No marchan hoy a nuestro lado, después de haber promulgado las leyes?

No he revelado nada que no se sepa, aunque no se hable de ello. En este momento, nos encontramos con dos incógnitas:
¿Por qué un proceso psicológico concreto se produce simultáneamente, cada cierto tiempo, en todos los individuos que residen dentro de los confines de una nación?
¿Por qué nadie se plantea la rareza de esta circunstancia?
No hemos podido (hasta ahora) contestar directamente a la primera pregunta. La segunda quizá sea un buen camino indirecto para indagar. Quizá sea el único camino.

Ahora marchamos todos juntos, con nuestra sed de combate (innegable, incontrolable), pero también con las claves para entenderla. Sabemos que nuestras pesquisas no cambiarán nada: perderemos la guerra, pues nuestra única estrategia es combatir cuanto antes mejor. Perderemos (de nuevo) todas las alianzas que mantenemos con otros países, pues nuestra furia no distingue aliados de enemigos. Nos espera la muerte, o volver a un país devastado y empobrecido. Nadie ignora que si no muere en esta campaña, morirá en la siguiente, y que sólo es cuestión de suerte. En fin, sé que habrá momentos en los que el más lúcido entre nosotros pensará que da igual preguntarse por qué, si lo importante (lo que ahora nos parece importante) es incendiar edificios y matar a sus ocupantes, atacar ejércitos enemigos, teñir paisajes de rojo. Sin embargo, ¡merece la pena intentarlo! Quizá alguno de nosotros llegue a comprender por qué tenemos que morir en la guerra.

Rebeliones, elevaciones, y demás pataletas

Hay un tipo sentado en una silla arriba del estrado, vestido con una toga negra. Lleva una especie de maza en la mano y con ella hace clonc clonc clonc en un gong y dice orden en la sala silencio en la sala orden orden y ordena y juzga y a este le llaman el juez, así le dicen.
Y hay otro, o puede que sean varios, que está o están arriba de una plataforma más baja que el estrado pero como que sale de un costado de éste. Y dice o dicen: yo lo hice bueno decidimos que yo lo haría que nosotros él lo haríamos haría, porque, y en esto estábamos todos de acuerdo o creo que lo estábamos, es decir, sí, estábamos de acuerdo o yo al menos estaba de acuerdo conmigo mismo en que la acción beneficiaría a mi a nuestra patria, y más específicamente nos beneficiaría a mí me beneficiaría a nosotros, y menos específicamente a toda la humanidad. Y a éste que decía esto, le llaman el acusado. Les llaman los acusados.
Otro tipo, después de oír el anterior parlamento unicameral o pluricameral se dirige al que ya hemos determinado que es el juez o al menos así le llaman, y dice, con voz de barítono: el acusado se niega a contestar a mi pregunta. Permítame su señoría que la repita. Y, dirigiéndose al acusado – a los acusados – agrega, ¿es usted son ustedes plural o singulares? Según dicen, éste que ha intervenido es el fiscal.
Y un individuo al que le dicen el abogado defensor entona con voz de tenor: protesto señoría protesto.
Y el juez, mezzosoprano, responde: denegada denegada y hace clonc clonc clonc dando con la maza en el gong gong gong y ordena silencio orden en la sala silencio porque un gorila, muy nervioso, ha tirado una silla, pero aún no había mencionado al gorila.
Resulta que hay un cura, dos astronautas, un unicornio tullido, un minotauro sin tullir, trece monjas de clausura, un grupo de feministas, un gorila y una mujer que llora y dice pobre... pobres... y solloza y se suena en un pañuelo. Y a todos estos les llaman el público.
Y las feministas dicen que la plañidera debería ser varón y que el juez debería ser jueza. Un grupúsculo dentro del grupo defiende que las monjas deberían ser mujeres con carreras brillantes en los campos de las altas finanzas, la investigación científica y/o la erudición de cualquier tipo, que el cura debería ser una sacerdotisa de la diosa, que son “las astronautas” y no “los astronautas” y que el unicornio debería recibir una pensión del estado. Se propone la moción. Se vota, se rechaza. Otro grupúsculo opina que al elemento juzgador le conviene ser un elemento femenino dado su tono de voz. Se propone como tema de debate. Se acepta. Se debate.
Nadie dice nada del gorila y el minotauro. Uno sigue tirando sillas y el otro brama y brama desesperadamente, pero todos les ignoran. Nada, ni puñetero caso les hacen, y ya se cansa el gorila de tirar sillas y el minotauro de bramar y salen los dos de la sala para fumar unos cigarrillos, aunque por el olor deben ser porros. Por fin hay un grupúsculo dentro del grupo – el grupo es cada vez más y más grande y pronto serán millones, el grupúsculo, aunque crezca, seguirá siendo pequeñito – que se acuerda de ellos: que inviten que inviten, exigen.
Pero hay cosas más importantes de las que el colectivo feminista, que ahora es también ecologista y masón y jesuita, debe ocuparse. Sin más demora, se elige el comité ejecutivo. Se opta por la vía política. La asociación se inscribe como partido político. El partido llega al poder y el gobierno nombra jueza a una militante. Y el gobierno pone a una militante de fiscal. Y son la misma persona.

Ahora es a mí a quién llaman acusado. Que por qué escribo cuentos confusos, indeterminados, aburridos, machistas y contrarios a la moral que exigen las circunstancias actuales blablabla. También me imputan brujería, traición, cohecho y conocimiento de los secretos sagrados que nadie nunca jamás debe oír, so pena de diversas cosas malas. La jueza hace clonc clonc clonc y clonc clonc clonc y orden orden. Y yo digo qué qué qué etcétera, porque no sé qué decir, y miro a mi alrededor asustado, todo cubierto de sudor frío, taquicárdico, y pienso
y ahora qué hago yo
y yo qué hago ahora
y qué hago yo ahora
qué y yo ahora hago...

Y de pronto me acuerdo de que soy el autor y todo cambia. Arbitrariamente, soy la jueza y la fiscal, aunque en realidad soy un hombre, pero soy jueza y soy “la” fiscal para que luego no digan. Y condeno al acusado, a los acusados, a las acusadas, por haber malentendido y por haber armado un escándalo sin venir a qué. Me baso en una ley que he aprobado yo mismo, pues soy el primer ministro y la mayoría parlamentaria. Todo esto, siendo escrupulosamente democrático, pues también soy la inmensa mayoría de la población. Y claro, me voto siempre, excepto cuando soy aquel despistado que se equivoca de papeleta.
Mis rivales políticos, desesperados, frenéticos, se mesan los cabellos, hacen rechinar los dientes y murmuran: quién se habrá creído éste, ¿eh? Se ha imaginado que es Dios.

Y la verdad es que no se me había ocurrido, pero sí, ahora que lo dicen, por qué no, soy Dios. Esto debe ser un deus ex machina de esos... ¡Ja! ¡Que lo hubieran pensado antes de hablar! Soy Dios y – como los dioses, normalmente, moramos en las alturas – me elevo. Vuelo y huyo de una muchedumbre furiosa que se ha puesto su gorra de linchar... y del tedio. Hago una pasada rasante para sacar la lengua a la turba tumultuosa y subo, subo, subo... y he escapado del tedio...
Me instalo en el cielo. Que acabe ya esto. Que nadie me moleste. Que no, que no bajo...

Textos anónimos

Supongo que alguien habrá notado que tres textos que estaban como anónimos, ahora están como textos míos. Por supuesto, si he cambiado esos textos de categoría es porque son míos (y, ya que los mandé desde el ordenador que uso habitualmente, imagino que no habrá ningún problema para demostrarlo, por si alguien se queda con la duda), pero creo que conviene explicar un poco más la decisión.

En un foro de Atramentum, alguien argumentaba que un autor no puede reclamar ningún derecho sobre un texto que figura como anónimo, y pensándolo bien creo que tiene razón. No soy experto en leyes (no es mi tema, por otra parte jamás he registrado un texto, y los que tengo en las páginas van firmados con pseudónimo, por lo que desconozco qué derechos podría reclamar legalmente sobre ellos), sino que se trata de una cuestión ética. Supongo que sería legítimo reproducir un texto anónimo sin preocuparse por averiguar de quién es el autor. Sin embargo, no era esa mi intención al subir textos a la sección de anónimos. Me interesaba que se leyeran esos textos sin que se supiera que eran míos, pero no renuncio a mis derechos como autor.

También quiero aclarar que no es que me haga ilusiones acerca del valor literario de esos textos. Pero de algún modo son mis criaturas, y qué quieren... uno se encariña.

Otra cosa: he puesto mi e-mail en la sección "autor/a", así, si alguien tiene interés en usar los textos que tengo colgados aquí (por ejemplo, para leerlos en una radio), puede ponerse en contacto conmigo. La idea es que quien quiera haga lo mismo, y así será todo más fácil y claro.

Saludos

Podemos ser

Podemos ser Algunas personas piensan
que estamos al borde del abismo.

Alguien avistó una playa
donde no volaban las gaviotas.
Pero yo se
que podemos allanar cualquier camino,
Y que podemos levantar las lápidas
De nuestros pozos imaginarios.

Ven, acércate
Vamos a pasear juntos,
Vamos a hacer como si tuviéramos alas
Algunas personas pueden hacerlo.
Y si te digo que pueden
Es porque creo
Que podemos ser,
Lo que queramos.

Ajedrez

Ajedrez Dos hombres se enfrentan a ambos extremos de un tablero de ajedrez.
Yo juego con blancas.
Otro individuo (es un funcionario o Dios) dicta cada jugada:
“Alfil negro come torre blanca”
Y el alfil negro se come a la torre blanca, y el abogado dice:
“Enroque”
Obediente, cambio de lugar mi torre y mi rey.
…
Esta jugada no parece la mejor opción, pero ¿cómo dudar de la palabra del Presidente de la República? Debo mover mi caballo, comerme el peón del adversario… si así lo ordena el Califa, así se hará…
…
“El rey negro retrocede a la casilla…”
¿Otra jugada errónea, mi general? Muevo mi rey, el rey negro, a la posición que me han indicado… ahí se queda, mi rey, amenazado por las tropas de mi adversario, y llegan las palabras inevitables:
“Jaque mate. Negras ganan”
Y yo jugaba con blancas…
…
El notario sigue dictando:
“El jugador de negras se levanta de la mesa de juego y da la mano a su adversario”
Me levanto de la mesa, le doy la mano.
“El jugador de negras se despide y sale a la calle”
Salgo.
“El jugador de blancas le sigue”
Le sigo.
“El jugador de blancas alcanza al jugador de negras y le clava una navaja en el costado”
Lo hago.
“El jugador de negras se desangra y se muere”
Me muero.

Pájaro

Pájaro No sé qué hace ese pájaro carpintero (toc toc toc) picoteando (toc toc toc) el espejo donde me miro, justo donde se refleja mi frente, justo donde se refleja mi mente.
No sé por qué el cristal, en lugar de agrietarse y saltar en mil pedazos, se deja hacer, se deja taladrar (toc toc toc) como si fuera un pedazo de madera.
No sé por qué el agujero (a la altura de mi mente) es tan negro, tan absolutamente agujero.

(toc toc toc)

No sé qué está sucediendo. Tampoco sé por qué no me inquieta más lo que está sucediendo. En realidad, no me importa lo más mínimo.

(toc toc toc)

Tranquilamente, doy una calada a mi cigarrillo. El humo sale por el agujero del espejo. No sé por qué.

No sé cómo puede posarse un pájaro en un simple reflejo, en el reflejo de mi hombro. Quizá sea sólo un reflejo de pájaro carpintero. No lo sé.

¿Por qué no duele más esto? ¿Por qué me dejo hacer?

No lo sé (toc toc toc).

No sé por qué me pica la frente (toc toc toc). No sé por qué me roba las ideas.

(toc toc toc)

NO sé por qué me roba las palabras...

(toc toc toc)

No sé por qué me

Guerra de enlaces

Uno apunta hacia un lado.

El otro apunta hacia otro lado.

¿Hacia donde apuntas tú?
Yo soy un enlace. Yo enlazo.
¿Y qué enlazas?
Pues al cuentista.
¿Ah, y tú, hacia donde apuntas?
Y dale con apuntar. Que yo también soy un enlace. También enlazo.
Ah, ah, vale, oye, no te sulfures.
Tranqui...
Pues eso, que a dónde enlazas...
Pues a los cuenteros.

Cuenteros
Cuentista
Cuenteros
...

Ayayay...

Cuentista
Cuenteros
Cuentista

Oh, oh, qué lío, y decidme, enlaces, amigos míos, cómo distinguiré las dos webs, sus nombres son TAN similares.

- Entra, entra y verás.

Oh, sí, oh, qué bonito, esto, lo otro... bien, bien...

- Ahora entra aquí, al de los cuenteros.

Ah, sí, ya comprendo, la página de los cuenteros se distingue porque mola MUCHO MÁS.

Muchas gracias, enlace cuentista.
Muchas gracias, enlace cuentero.

Conclusión: Los cuenteros molan MUCHO más que el cuentista.

(juas, es sólo una bromita)

Huevo

Huevo Un hombre tumbado en un diván - parece desdichado - y una psicóloga están en la consulta de ésta. El hombre desdichado habla. La psicóloga toma notas:
- Míreme, doctora. Yo soy perfectamente normal. ¿Por qué tuve la desgracia de nacer de un huevo? ¡Si soy un ser humano como cualquier otro! Ya ve usted que no tengo nada de ave, ni de reptil...
- ¿Quizá de pez? - interrumpe la doctora.
- ¡Tampoco! - responde el paciente, mientras Paloma Gavilán, doctora en Psicología por la Università di Milano, escribe a toda prisa en su cuaderno. - Soy cien por cien humano - continúa - pero mi madre puso un huevo a los tres meses de embarazo y me incubó otros seis meses hasta que rompí el cascarón. No me enteré de todo esto hasta los diez años, más o menos. Me lo dijo mi hermano mayor. Estábamos discutiendo y sabía que lo dijo para fastidiarme. No le creí. Le llamé mentiroso. No le creí, pero algo en mí debía saber la verdad, porque no era normal que me pusiera tan furioso. Le llamé de todo, traté de pegarle, aunque él era más grande. Me puse a llorar y llegó mi madre. Entonces le dije lo que había dicho mi hermano...
La voz del paciente se apaga, sus ojos parece que miran a algo que no está en aquel lugar, como si estuviera viendo la escena que ha narrado. La doctora Gavilán da golpecitos con el bolígrafo en el cuaderno.
Por fin, el paciente reacciona y concluye:
- Mi madre no tuvo que decirme nada. Leí la verdad en sus ojos. Era todo cierto.
De nuevo se queda en silencio. La doctora piensa un momento y pregunta:
- ¿Había notado antes rechazo por parte de su familia o su entorno?
- ¡Sí, por cierto! En primer lugar, mi padre...
- ¿Cómo es la relación con su padre? - pregunta la doctora.
- Nunca lo veo. - responde el hombre desdichado, que parece más desdichado por momentos, - No se extrañe. Él me odiaba. Años después supe por qué. Decía que un niño que había salido de un huevo no podía ser suyo. Creo que esto fue lo que causó que se marchara de casa. Cuando se fue, mi madre me contó que incluso se había opuesto a que me incubara. ¡Imagínese! ¡Mi propio padre!
- Comprendo... - dijo la doctora, y su rostro tenía un gesto realmente muy comprensivo y tranquilizador.
- Y no era sólo mi padre... los demás niños... no sé cómo lo supieron... pero me llamaban "pájaro". ¡Yo era el pájaro, el pajarito, el pajarraco o el gorrión!"Pájaro de mal agüero, pájaro de mal agüero..." les oía susurrar a mi paso. ¿Y acaso tengo algo de pájaro?
- A primera vista diría que no. - concede la psicóloga.
- ¿Tengo alas? - insiste él.
- No - responde ella.
- ¿Plumas, pico? - insiste más.
- No - responde más.
- ¡Efectivamente! - concluye él su demostración - Soy un humano normal y corriente... aunque...
- ¿Sí? - le anima a seguir la doctora.
- Aunque... - sigue, ruborizándose un poco - es verdad que hasta hace unos pocos meses nunca he podido probar una sola tortilla...
La doctora Gavilán palidece. Dice, con voz entrecortada:
- Jamás oí atrocidad semejante.
Su paciente parece más desdichado que nunca. Gime. Solloza. Dice entre hipos:
- Usted... también me rechaza...
La doctora está roja de ira y al mismo tiempo pálida de miedo - el tono de su piel es, por lo tanto, un tono de rosa entre claro y fosforescente. Tiembla y echa chispas por los ojos, a la vez que exclama:
- ¡Usted... ha comido huevo!
Sale volando, indignadísima, por la ventana.

En ese momento, el hombre que había nacido de un huevo comprende, como en una revelación, que puede volar. Se sube al marco de la ventana. Manteniendo a duras penas el equilibrio, extiende los brazos por el lado de afuera. Salta hacia delante y empieza a batir los brazos frenéticamente.
Sus últimas palabras antes de morir son:
- ¡Doctora, espere!

Javi (2004)

Revancha

De un día para otro, las cosas parecían haberse vuelto frágiles. El papel se desgarraba con facilidad; los niños volvían a sus casas con la ropa aún más destrozada que de costumbre; empezaron a ser frecuentes las historias de grandes catástrofes en las cristalerías familiares y de accidentes causados por sillas o mesas que se rompían. Hubo preocupación y pánicos ocasionales según el fenómeno tendía a extenderse y generalizarse. Pronto dejaron de existir las figuritas de porcelana, los juegos de café y otros objetos delicados. Numerosos obreros morían al desplomarse los andamios en los que trabajaban.
El tiempo pasaba y no se encontraba un remedio, ni siquiera una explicación. Al contrario, el problema se agravaba. Empezó a afectar a los edificios. La siguiente escena se hizo parte de la vida cotidiana: en cualquier lugar de la ciudad, de repente, la señal, un crujido, algo que se quebraba: “¡otro derrumbamiento! ¿dónde?”; tremendo ruido; acto seguido, una nube de polvo que invade el aire, los pulmones, los ojos; gritos de pánico, gemidos de dolor; en imágenes fugaces y fantasmales: gente huyendo enloquecida en todas direcciones, y unas ruinas intuidas más que vistas. Cada vez más personas perdían sus casas, vagaban por las calles sin saber dónde ir, ofreciendo un espectáculo lamentable que no dejaba de conmover a nadie pues nadie estaba a salvo.

Al tiempo que se producía este fenómeno, las ciudades empezaron a poblarse de vegetación. Más preocupados por la misteriosa y gradual descomposición de nuestros objetos que por las tímidas hierbecillas que comenzaban a asomar en calles y plazas, no dimos, al principio, importancia a este segundo proceso.

No tardamos mucho en comprobar, sin embargo, el extraordinario vigor que habían adquirido las plantas y entonces todo cambió. Como si la corrosión de las cosas artificiales lo hubiese anticipado y la súbita pujanza de la naturaleza lo confirmase, la humanidad entera comprendió que su dominio sobre el planeta era cosa del pasado. No hicieron falta demostraciones: la fe en la especie se derrumbó, y fue arrastrando las instituciones de la sociedad. Todo había acabado ¡nadie se engañaba! Jamás hubo una convicción tan unánime: inútil pensar en el porvenir. Abolido el futuro, ¿qué razón quedaba para hacer el esfuerzo de la civilidad, para reprimir los instintos primarios? Llegó el delirio: entusiasmos feroces, crímenes, orgías salvajes, los mercados desabastecidos, ¿quién iba a trabajar, cultivar, recolectar, distribuir...? ¡y el hambre! ¿asesinatos, robos, pillajes? ¡con el estómago vacío, no era cuestión de andarse con remilgos! si te hacías con algo de comida ¡a callar! ¡más valía que no se supiera!... y no debo olvidarme del sexo... ¿promiscuidad? ¡oleadas de violaciones! ¡lujuria animal, insaciable! ¿incesto? ¿por qué no?... en fin, todas las facetas del caos, imposibles de enumerar; la ciudad por momentos parecía un manicomio... el desenfreno se extendía como una epidemia que amenazaba acabar con todo...
Se producían escenas confusas: grupos de gente, aquí y allá. ¿Qué hacen? ¿Representan una amenaza? ¿Cómo saberlo? De repente alguien pasa corriendo, lanzando rápidas miradas a un lado, al otro. ¿Dónde va? ¿A qué viene tanta prisa? ¡Claro! ¡Tiene algo! Comida, ropa, un reloj, ¡qué más da! Tiene algo y no puede seguir corriendo: está rodeado. “¿Qué tienes? ¿Nos lo vas a dar?” Mejor irse, qué me importa todo esto...
La vida se volvió azarosa, las seguridades y los deberes tenían cada vez menos sentido. La autoridad cayó por su propio peso, sin revueltas ni motines. Parecía como si los hombres, en vez de resistir, se aliaran inconscientemente con la naturaleza dando rienda suelta a todo lo animal que llevaban dentro. Muchos huían de las ciudades, pero ¿dónde ir? ¿Dónde buscar la esperanza y la seguridad perdidas?

La flora empezó a adueñarse, cada vez con más insolencia, de las poblaciones, y con ella vino la fauna. Las calles eran intransitables; grandes árboles crecían en las casas, que se derrumbaban al dejar paso a la vitalidad agresiva de las ramas y las raíces. Los tigres se paseaban por los centros comerciales.
La naturaleza mostraba una alegría exuberante y salvaje: los colores vivos de las plantas, verdes, rojos, amarillos y azules que dañaban la vista a la vez que fascinaban y seducían a los niños y a los locos; la algarabía de los animales en la noche de la ciudad; los pájaros de plumas brillantes que volaban en todas las direcciones y se posaban aquí y allá; todo parecía una brutal celebración de nuestra derrota.
Cualquier estructura artificial estaba condenada a la destrucción. El empuje de la naturaleza se aliaba con la repentina decadencia de nuestras posesiones. La civilización – lo que quedaba de ella – se replegó en ciertos barrios, menos afectados que el resto por estos procesos inexplicables. Luchamos contra la pujanza vegetal haciendo uso de máquinas y herramientas cada vez más inútiles y quebradizas, mientras todo se derrumbaba a nuestro alrededor.

La pelea fue corta y acabamos perdidos. El viento desintegró los últimos vestigios de la civilización. Nuestros edificios, nuestros vehículos, nuestras máquinas, nuestras ropas... se fueron volando, convertidos en partículas diminutas.
El bosque lo cubrió todo.
Los humanos – mejor dicho: aquellos que aún conservábamos algún resto de humanidad –, perdidos en un medio extraño, nos agrupamos para intentar la defensa.
Despojados de casi todo, reducidos al estado primitivo de animales que saben hacer fuego, por la noche sólo nuestras hogueras mantenían a distancia a las fieras que oíamos aullar, rugir, amenazantes, cercanas...
No duró mucho esta situación. Todos los días alguien moría por enfermedad, alguien era devorado por algún depredador, alguien se extraviaba en el bosque para no volver... todas las noches alguien desaparecía sin dejar rastro...

Pronto me encontré completamente solo. Resignado, acepté mi destino y me tumbé en medio de la maleza; me dormí.
Soñé que era semilla.

Javi 2004

Susanita y Miguelito

Susanita y Miguelito A Susanita y Miguelito, compañeros de parvulario, les gusta mucho jugar juntos. Juegan al escondite, a los médicos, a indios y vaqueros, y al parchís. Se divierten tanto, que no se dan cuenta del tiempo que pasa…

- Susanita, Susanita – dijo Miguelito.
- ¿Qué, Miguelito? – respondió Susanita.
- Llevamos mucho tiempo jugando, - dijo él.
- Es verdad, - afirmó ella.
Aquel día, Miguelito había cumplido 37 años, mientras que Susanita seguiría teniendo 36 unos meses aún.
- Sí, ha pasado mucho tiempo, - repitió Miguelito, con gesto un poco preocupado.
- Nos hemos hecho mayores, Miguelito, - dijo Susanita.
Miguelito miró sus manos, su cuerpo, se fijó también (fugazmente) en el cuerpo de Susanita.
- Sí. Mayores. – dijo.
- Y… seguimos en el… parvulario… - añadió trabajosamente Susanita, luchando con una idea que no quería aceptar.
Miguelito miró a su alrededor. De pronto se concretó la vaga preocupación que le atormentaba:
- Ya no tenemos edad para estar en el parvulario, Susanita – dijo.
La evidente y terrible verdad de esta tesis cortó de un tajo la conversación. Los dos parvularios se miraban, con cara de susto.
- ¡Mayores! – gritó Miguelito unos minutos después.
Susanita le miró preocupada.
- No grites, por favor… tenemos que hacer algo, - susurró dulcemente al oído de Miguelito, sorprendiéndose a sí misma de lo dulcemente que podía susurrar, de pronto, al oído de Miguelito.
Éste la miró bastante confundido:
- Ha… hacer… qué – tartamudeó.
- ¡Deberíamos casarnos! – gritó Susanita. Y no gritó para dar más énfasis a su propuesta, sino porque ya sonaba atronador el timbre que les llamaba a clase.

Entonces fue cuando Miguelito se dio cuenta de todo lo que había cambiado, de qué significaba que hubiera pasado el tiempo. Pensó en la boda, en el párroco que los casaría, y que no diría Susanita y Miguelito, sino Susana y Miguel. Todo iba a ser distinto, pero Susana estaría a su lado… él era un hombre, y ella sería su mujer… estaba dispuesto a todo…
- ¡Sí! – gritó, gozoso, pero demasiado tarde, porque el recreo había terminado, la maestra había visto que se quedaban rezagados, les había llamado (¡Susanita! ¡Miguelito!) y ya Susanita (de nuevo Susanita) correteaba alegremente en dirección al aula.

Javi 2004

Don Destino y yo

Mil veces se lo he comentado al Destino. Mire usted, si alguna vez lograra algo, Dios no se lo tomaría en cuenta. No creo que el equilibrio del Universo sea tan frágil como para quebrarse si escribo una novela memorable, o si aquello hubiera salido mejor... En fin, si durmiera un poco mejor por las noches tampoco se iba a caer el firmamento a pedazos. Es una forma de hablar. Usted me entiende. No llegará el fin del mundo porque yo... y mirándolo bien, a usted le da igual, usted es el Destino, un ente que está por encima del bien y del mal, va a lo suyo y ya está, qué puede importarle que yo...

Todo eso se lo repetí una y otra vez, y aún añadía muchas más razones, igualmente atinadas.

No se puede decir que me hiciera mucho caso.

Una noche, sin embargo (tenía que suceder una noche) caminando por Madrid (tenía que suceder en Madrid) me lo encontré apoyado en una farola. Estaba borracho. No sé si yo o el Destino. Alguien estaba borracho.

Me dirigí a él:
- Don Destino, ¿no ha oído usted todo lo que le he dicho en estos últimos años?
Don Destino me miró indiferente.
- Por favor, póngalo por escrito. Si no, no hay nada que hacer - dijo.
- ¿Por escrito? - pregunté, creyendo haber oído mal.
- Escriba, usted escriba... - dijo, al mismo tiempo que paraba un taxi.

"¿Escribir?", me pregunté.
"Escribir", me contesté.
"Don Destino es indiferente y viaja en taxi", me dije.

Llegué a casa unas horas más tarde en un medio de locomoción más plebeyo. Encendí el ordenador, y abrí el word para seguir el consejo del Destino.
Se me colgó el ordenador.
Lo reinicié, y volví a abrir el word...

- Pakijavi (cómicoextrañista)

Bien, bien...

Bien, bien... ¡Bien! por el blog recién pintado. ¿No notan que huele a freso?

¡Bien! porque los dedos aún aciertan con las teclas, inclusoconlabarra espa cia do r a.

¡Bien bien bien!

Bien por la fiesta y el jolglorio, y el sano cachondeo, y las celebraciones que pierden su significado original y se convierten en otra excusa para emborracharse... ¡Bien!

Bien por el mundo, que aguanta lo que le echen.

Bien lo que viene, y bien lo que se va. ¡Muy bien!

Qué bien el invierno, las frustraciones, las dudas, los resfriados, qué bien que todo esté tan bien.

Qué bien, qué bien. Aquí seguimos.

¿Cómo están ustedes?
Yo estupendamente.

Javi 17/01/05

Una hermosa historia

Una hermosa historia Se me ha ocurrido una historia que quizá no sea real. No lo sé, pero pienso que merece serlo.

Dos idealistas (ella una mujer luchadora, él un hombre valiente, ambos militantes pacifistas) se conocen en una protesta contra la guerra del Vietnam, en Oregón, o Michigan, o Nueva York. Se miran, se gustan, hablan, se enamoran, etc. Comparten sueños de un mundo mejor, sin guerras, sin explotación. Tienen un hijo, al que quieren regalar ese mundo que han soñado. Se casan. Se asientan, compran una casa.

Años más tarde, el hijo sabe cómo se conocieron sus padres. Se lo han contado. Sabe que se conocieron gracias a la guerra, que él existe gracias a la guerra. Es un chico vitalista, ama su vida, y está agradecido a la guerra. Decide alistarse en el ejército.
Su primera misión será formar parte de la fuerza militar que invadió Panamá en 1989.

javi (dos mil cuatro)

Manual sobre los seres humanos para extraterrestres

Capítulo 1: Consideraciones biológicas

Los humanos tenemos dos brazos y dos piernas, dos pies y dos manos, dos orejas, dos ojos. El número dos es importante para nosotros. El dos es un número primo. El primo de un ser humano también tiene dos brazos y dos piernas, dos pies y dos manos, dos orejas, dos ojos.

El ser humano tiene la capacidad de razonar. En situaciones muy concretas, es posible que llegue a usarla.

El ser humano habita casi toda la superficie de la Tierra, que es un planeta esférico. De lo cual se deduce que el ser humano puede vivir tanto boca arriba, como boca abajo, como de lado.

Hay grandes diferencias entre hombres y mujeres. Aunque apenas se nota la diferencia de sabor, la textura es muy diferente.

El ser humano vive unos cuantos años y luego muere. Si se quiere acortar el proceso, se le mata. Aunque parezca mentira, una de las formas de matar que ofrecen más garantías es hacer añicos la cabeza.

Capítulo dos: consideraciones psicológicas

Primera regla fundamental de la personalidad humana: cada humano tiene su propia personalidad. Cuando no se pueda aplicar esta regla, se recurre a la Segunda regla fundamental de la personalidad humana: bueno, todos no.

Para ser un bicho tan despreciable, el ser humano se toma muy a pecho su propia supervivencia.

Hay varias enfermedades mentales que afectan al ser humano. Entre ellas: la esquizofrenia, la paranoia, y las que acaban en “ismo”.

En contra de la creencia popular, creerse Napoleón es una señal de equilibrio psicológico. Bien es cierto que sólo si se es Napoleón.

Hay muy pocos locos que se creen Al Gore, lo que demuestra la cordura de los locos.

Capítulo tres: la cultura humana

La cultura humana se basa en la tecnología. Gracias a la tecnología hemos conseguido dominar a las demás especies y tener café instantáneo. En este siglo han avanzado espectacularmente las tecnologías de la comunicación. Gracias a dichas tecnologías, un adolescente de Missouri puede hacerse famoso en todo el planeta por el simple método de masacrar a sus compañeros de clase.

Los seres humanos suelen juntarse en grupos para enfrentarse a otros grupos de humanos. Los españoles contra los finlandeses, los ricos contra los pobres, los del Atleti contra los del Madrí, los gorilas contra los chimpancés. En realidad, ni los gorilas ni los chimpancés son humanos. Ni me consta que estén enfrentados. Pero si lo fueran, lo estarían.

El ser humano tiene muchas religiones, pero sólo una es la verdadera. Por ejemplo, en Irán la única religión verdadera es la musulmana, y en el Vaticano la católica.

No os dejéis engañar. Colonia no es una ciudad que huela especialmente bien.

Los seres humanos de vez en cuando tenemos ideas. El estado sirve para impedir el contagio de las mismas. Como véis, dominamos la medicina preventiva.

El ser humano envejece antes de llegar a madurar.

El ser humano tiene un concepto tan alto de la raza humana, que cuando una persona hace una barbaridad, niegan que sea persona. Dicen: “es un animal”, o “es un cachorro de ETA”, etc.

Capítulo cuatro: la política

Ya no hay izquierda ni derecha. Los políticos de derechas lo han decidido así.

No os dejéis engañar. Aznar es un holograma.

En una democracia, el pueblo vota a sus representantes, que, una vez elegidos para sus cargos, se representan muy bien a sí mismos.

Cuando a un político le cuadran las cuentas, tiene que volver a hacerlas para que le quede algo que robar.

Un preso político no es alguien que tiene un cónyuge en prisión.

Capítulo cinco: una fábula sobre los humanos

Dice una fábula humana, que un día, un orangután, paseándose por el bosque, andaba buscando a un hombre para resolver una duda filosófica que le había surgido: si el mundo explota en mil pedazos un día de estos, ¿qué? Buscando, pues, a un humano, se tropezó con un oso y resulta que el oso era zurdo. Y ya está.

Ahora mismo no me acuerdo de la moraleja, aunque cuando me contaron la fábula me la dijeron.

Capítulo ene: (por si meto más capítulos): despedida

Hasta luego.

Javi 2002

Noche

Noche A Laura “Mulhingan”, por las noches de palabras compartidas y por la amistad.

Quizá lo mejor sea escribir. Claro, que en realidad debería estar durmiendo, pero...
Entonces: lámpara (encendida), papel, bolígrafo... ¿y?

Y, en la ventana, la noche oscura...

Entonces: lámpara, papel, bolígrafo, noche oscura, gato...
Miro por la ventana y hay un gato paseando por la calle. Es un gato negro y sus ojos brillan.

(En realidad la ventana da a un patio interior y no hay ningún gato. Pero necesitaba al gato y necesitaba la calle – necesitaba la calle para el gato, que no hubiera querido estar encerrado en un patio, pobre. Me los inventé, estoy en mi derecho.)

¿Y? Y el silencio enorme, que incluye los pequeños ruidos de la noche.

¿Y? Y en el cielo la luna.
Y la luna lo ve todo.

Entonces: lámpara, silencio, papel, noche oscura, bolígrafo, luna, el gato aunque no exista... ¿y?

Y yo, claro, el que no puede dormir y junta palabras. Y lo que no me deja dormir: un terror indefinido que acecha en la sombra. Y la sombra, que no puede dormir y junta palabras.

¿Algo más?
Claro: todo aquello que corresponde a la noche que escribo y que no coincide con la noche que está más allá de la ventana....
La noche luminosa, soleada... ¿por qué no?

Qué torpe. Pero qué torpe... tan tranquilas estaban las palabras durmiendo en el diccionario y yo tenía que invocarlas... un desastre: soleada ha despertado con sus rayos a sonora, que se ha puesto a hacer ruido y el ruido ha despertado a la rumba que se ha puesto a bailar... y luminosa ha despertado a lujuria, que enseguida ha ido a despertar a su amante... y enseguida con sus prisas... y amante con sus ansias... y... ¡en fin, todo el diccionario despierto!
La noche se ha llenado de palabras bulliciosas, el gato ficticio huye despavorido, y ya seguro que no podré dormir.

Quizá no fue buena idea escribir. En fin, ya no hay remedio, y ahora que sé que no voy a conciliar el sueño, lo mejor que puedo hacer es llenar aún más la noche de palabras, de algarabía, convertirla en noche clara, noche diurna, poblar la unanimidad silenciosa de discrepancias chillonas, bajar la luna del cielo para que el gato juegue con ella (el gato ha huido, pero da igual, me invento otro)...

El gato y la luna

Es una noche luminosa, soleada de sol reflejado y de soles lejanos – las estrellas.
Todo está bien bajo el cielo, piensa el gato, y entonces dirige su mirada a la luna.
La luna observa al gato. Todo está bien en la tierra, piensa, pero ese gato qué quiere.
Cuando la curiosidad puede más que la pereza, el gato da un salto. Cae en la superficie blanca con suavidad felina. Recorre la luna. Olisquea los cráteres. Busca por todas partes, y sólo encuentra una bandera que alguien se ha dejado. Pensando que es una cortina, cumple su deber de gato: la hace pedazos.

Lo malo de este lugar, piensa, es que no hay ratones. No hay pájaros. No hay nada que se pueda comer. Sólo una cortina, polvo y roca, piensa.
Tiene hambre. Quiere bajar a la tierra pero no se atreve. Está tan alto. La luna es una trampa, piensa.
Lo siento por el gato, piensa la luna, pero no le dije que subiera.

Un astrónomo ve al gato con su telescopio. Le da pena y se pone en contacto con la NASA:
- ¡Hay que mandar una misión tripulada a la luna! ¡Hay que salvar al gato!
- Ya le vimos, - responden, - pero no haremos nada para ayudar a ese gato insolente que no respeta los símbolos de la patria.

El gato se muere de hambre en la luna.
La curiosidad mató al gato.

Acerca de los gatos

En el antiguo Egipto, los gatos eran símbolo de sabiduría. Probablemente, los gatos de aquella época sabían lo mismo que los de hoy en día. Es decir: nada. Es decir: sabían todo lo que necesitaban saber.

Las personas siempre hemos anhelado esa clase de sabiduría.

El asesino

La ciudad está dormida y oscura. La luna dibuja fantasmas.
El asesino recorre las calles. Sabe dónde encontrarme.
El parque está desierto a estas horas. El asesino bordea la alta verja de hierro. Llega a la puerta y entra en el recinto. Camina sigiloso por el sendero, evitando la luz de la luna. Penetra en la oscura maleza.
En el lugar previsto, divisa a su víctima. En la oscuridad, una sombra más oscura: un hombre. Está esperando a alguien, las manos en los bolsillos de la gabardina.

El asesino avanza, con el puñal en la mano. El otro le mira. Dos pasos más y ya están lo bastante cerca. Un brazo se estira, el acero penetra en la carne. Un hombre cae al suelo con el cuello ensangrentado.

El asesino contempla a la víctima. Ve un objeto que brilla letal en la mano derecha. El asesino reconoce el puñal del otro y se estremece. Guarda el propio en el bolsillo de la gabardina. Se aleja del lugar del crimen.
Ya camina por las calles, mira a un lado, a otro, quiere mirar en todas las direcciones a la vez. Cree ver en cada rincón la silueta de un hombre que acecha.

Soy el asesino. Soy yo quien yace en el parque. Soy las formas oscuras que simulan figuras humanas.

Crueldad

El gato clava sus uñas en el ratón indefenso. Con un movimiento rápido y hábil, le lanza hacia arriba; según cae, le intercepta con un zarpazo, impulsándole de nuevo hacia arriba; según cae, le golpea hacia abajo con la garra y le aplasta contra el suelo. El ratón aún se queja, con las tripas al aire.
El proceso se repetirá hasta que deje de ser divertido.

Cerca de allí, un hombre cae, herido de muerte en el cuello.

No muy lejos, A dice a B las palabras exactas que acabarán hundiendo a C tras una compleja serie de causas y efectos fríamente calculada, y apura su copa de coñac. Un hombre mira el cielo al otro lado de los barrotes de su celda y desea morir; los buenos ciudadanos duermen tranquilos. X dice a Y: “te quiero”. Y, fatalmente, cree a X.

La luna, diosa fría y distante, observa estas cosas y las otras cosas que pasan. Hace su secreto resumen.

Amanece

El gato no lo recuerda, pero soñó que subía a la bola blanca. Cuando despertó, hizo una cacería en el parque, su territorio. Ahora, satisfecho, descansa. Se relame. Se acicala. Una ráfaga de viento le trae un olor nuevo. Siente curiosidad y sigue el rastro.
No tarda mucho en descubrir el cadáver. Lo examina. Olisquea aquí y allá. Mira la garganta rota. Decide que no es una amenaza ni sirve para comer.
Reanuda la tarea que había interrumpido. Un gato nunca descuida su limpieza por mucho tiempo. Se lame las garras y las pasa por las partes de su cuerpo que no puede alcanzar directamente con la lengua: las orejas, la cabeza, el cuello. Va lamiendo, sin prisas, las patas traseras, el vientre...

Mientras tanto, ha comenzado a amanecer. El cadáver, fantasma de la noche, lentamente se desvanece según va aumentando la claridad. El gato observa este proceso un instante, y luego continúa su tarea. No comprende lo que ha visto, pero no se inmuta. Es fácil asustar a un gato; muy difícil hacer que se asombre.

Javi (2004)

La profecía

La profecía Ha de cumplirse la profecía, pues está escrita en un lugar oculto y sagrado. Te está permitido escucharla, pero no recordarla. Y la profecía dice así:

En una calle habitual pero no cotidiana, verás a un hombre.
Y ese hombre llevará una corbata azul con lunares amarillos.
Y ese hombre vestirá un traje negro y zapatos del mismo color.
Y esa corbata no será sólo fea, sino además errónea.
Y ese hombre llevará una camisa negra.
Y esa corbata no será sólo errónea, sino además, de una forma misteriosa e inescrutable, maligna.
Y ese hombre tendrá un rostro triste y gris.
Y contemplar esa corbata causará espanto.
Y el hombre vestido de negro se acercará a ti.
Y ese hombre hablará.
Y su rostro se volverá más triste y más gris según hable.
Y al mismo tiempo, el gris se volverá verdoso.
Y estas serán sus palabras:
"Disculpe, ¿me podría indicar cómo se llega a la calle...?"
Y no acabará la frase.
Y jamás sabrás a qué calle quiere llegar.
Y cuando se interrumpan las palabras del hombre que vestirá de negro, observarás que sus ojos se llenan de lágrimas.
Y será horrible contemplar esas lágrimas.
Oirás al mismo tiempo un gemido lento y largo.
Y será horrible oírlo.
El gemido se convertirá poco a poco en palabras: estoy perdido estoy perdido estoy perdido.
Y será horrible escuchar esas palabras.
Y de pronto el rostro del hombre se volverá muy pálido, manteniendo lo verdoso.
Y entonces enloquecerán el rostro y el hombre.
Y saldrá corriendo el hombre.
Y el rostro gritará.

Desde entonces, jamás podrás olvidar esa corbata.
La verás en los sueños.
Creerás verla en la vigilia.

Y desde entonces, la sal aparecerá misteriosamente en el azucarero.
Y el azúcar en el salero.
Y por la noche todos los ojos de todos los gatos de todos los tejados se volverán para mirarte.
Y el mundo será espantoso de una forma misteriosa e inescrutable.

Cuatro meses y dos semanas más tarde, saludarás a la muerte en un suburbio de una ciudad oriental llena de rostros feroces.
Y pensarás que por fin podrás librarte de la corbata.

Pero tu infierno será una eternidad azul con lunares amarillos.


Javier
24 de abril de 2004

La vida en la ciudad

La vida en la ciudad (Relato fantástico)

Dicen que la vida en la ciudad provoca angustia. Las prisas, las aglomeraciones humanas, la inseguridad...
¡Tonterías! La angustia es un estado mental que se puede vencer con suma facilidad. El secreto es sencillo: no preocuparse.
Hoy, por ejemplo, me he levantado con ganas de lentitud. No quería darme prisa. No me daba la real gana de correr.
Hoy, por razones ajenas a las autoridades, las concentraciones de agentes contaminantes en el aire de esta metrópoli eran muy bajas. La luz perfilaba los contornos de las cosas con nitidez y resaltaba los colores. ¡Se podía respirar a pleno pulmón! Cuando he salido a la calle, todo, excepto las personas, parecía saludarme al pasar.
He disfrutado recorriendo las calles con calma, cruzando los pasos de cebra con parsimonia mientras los conductores hacían sonar sus bocinas hoscas y malhumoradas con una insistencia digna de mejor causa y yo sonreía: a los conductores, a los coches, a las bocinas, a los bocinazos y a la insistencia.
Sonreía al mundo sin pudor ni disimulo.
Al llegar a la boca del Metro, he bajado las escaleras muy despacio, estorbando el paso de seres enloquecidos y agitados que me insultaban con el deje local y con acentos de todas las latitudes: ¡qué maravilla ecléctica y cosmopolita! He esperado en el andén junto con estos personajes inquietos y multiétnicos, quienes, al verme, han murmurado maldiciones en mil idiomas distintos: ¡qué riqueza cultural!
Una mujer comía un enorme bocadillo y nos miraba a todos los allí presentes como si temiera que fuésemos a robárselo.
Me acerqué a ella y dije:
- Buen provecho.
Ella delegó la respuesta en su mirada. Ésta dijo:
- ¿Qué quieres de mí? ¡Vete!
Me alejé de la mujer y de la mirada mientras comenzaba a urdir planes para robarle el bocadillo a la primera, más que nada por hacer algo mientras esperaba.
Cuando el primer metro, temible, veloz y subterráneo, ha llegado rugiendo, todos se han agolpado frente a la puerta, como si entrar el último en el vagón fuese un delito castigado con la pena de muerte. Yo he decidido esperar a que pasara un tren con menor densidad de población. Algo que se asemejase menos a un camión de transporte de ganado. Mientras esperaba, una fauna variopinta ha desfilado por el andén. Niños, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, pobres y menos pobres (ricos, aquí en el Metro, no, claro), de aquí y de acullá... Seres de pelajes tan diversos, pero tan parecidos: todos con la misma prisa, todos igual de comprimibles al entrar en los sucesivos vagones.
Durante un rato, me he dedicado a ver la televisión del Metro, pero he perdido interés. No me creía nada de lo que me contaba. Ni siquiera creo a mi televisor, que es de confianza, hasta lo tengo instalado en casa. Cómo me voy a fiar de esta pantalla extraña. He preferido mirar mis pies, que ejecutaban una complicada danza al son de la música que sonaba por megafonía: creo que era Bach.
Cuando también este entretenimiento ha dejado de interesarme, he degustado pausadamente el bocadillo, que ha resultado ser de jamón ibérico (¡exquisito!).
Por supuesto, he llegado tarde al trabajo.
He llegado bastante tarde, de hecho, y no ha sido la primera vez... ¡Ni mucho menos!
Mi jefe se ha puesto tan nervioso que me ha despedido.
He salido a la calle. Un cielo despejado y luminoso y una temperatura tibia, agradable, invitaban a seguir paseando sin prisas, arropado por el fluir policromo de gente y automóviles.
Mientras caminaba de nuevo por las calles de mi ciudad, he comenzado a cantar una canción que es todo un himno:

Dum dum du-a du-a du-aaaaaaa...
du-a du-a du-a...
Don’t worry...
Be happy!


Javier Lázaro Sanz (marzo de 2003)

Deslizamientos

Deslizamientos Todo se conjuraba a favor del hombre que estaba tomando una cerveza en la terraza situada en el paseo marítimo. Una brisa mitigaba el calor de la noche estival. Las luces de la ciudad se reflejaban en el agua con ostentación de diamantes. El ambiente invitaba al placer sosegado, a la despreocupación: el mar y su eterno murmullo, susurrando al oído de las personas su enormidad, su misterio o su antigua e imperturbable calma, según las necesidades de cada cual; el lujo cosmopolita de los yates en el puerto deportivo y los Audis, Mercedes y Ferraris que siempre parecen llevar de pasajero a un jeque, un príncipe o un mafioso; la noche hermosa y tranquila, un jazz melódico y pausado que llegaba desde algún establecimiento cercano... tantas promesas de felicidad y placer... y además...
Pero, ¿qué le pasaba al hombre que estaba tomando una cerveza en la terraza del paseo marítimo? Parecía inquieto, miraba para todos los lados... ¿Por qué?
Algo iba mal. Había alguna pieza que no encajaba. Tenía un extraño presentimiento: lo que le rodeaba estaba equivocado. ¿De dónde venía esa sensación?

Trató de recordar: ¿qué había hecho, dónde había estado antes de llegar allí? Se dio cuenta de que no conseguía conectar los escenarios de las últimas horas, tenía grandes lagunas en su memoria más inmediata. Se concentró. Había estado en un autobús... pero ¿qué autobús? Uno urbano, de eso se acordaba.
¡Eso es! Se había subido en... No, no podía ser... pero ¡sí!, ¡claro que sí!
Había cogido el autobús en Méndez Álvaro y... y... ¿dónde se había bajado? No sabía precisar eso. Después había caminado y... ¿sólo había caminado?
Sí, lo recordaba perfectamente, y ahí estaba el quid de la cuestión. Después de bajarse del autobús urbano había llegado andando hasta ese paseo marítimo imposible, que ya no era tal sino un parque oscuro.

El hombre se levantó del banco, sobresaltado y palpando instintivamente su cartera, que seguía en el bolsillo del pantalón. Miró a su alrededor y le pareció ver una sombra que huía en la oscuridad. Se estremeció. Sin saber aún dónde estaba ni qué hacía allí, echó a correr siguiendo el ruido del tráfico. Por fin llegó a una valla que separaba el parque de una avenida amplia y bien iluminada. La siguió hasta alcanzar una puerta y emergió a la luz en la calle de Alcalá.
Aturdido como estaba, no pudo pensar nada. Se limitó a repetir mecánicamente gestos habituales: parar un taxi y darle su dirección. La charla del taxista, poco a poco, fue devolviéndole a la realidad.
- Vaya tiempo que hace, ¿eh?
- Sí, terrible.
- ¡Y que lo diga! Precisamente venía escuchando en la radio que éste es el mes de enero más frío en décadas... ¡Anda, que tener que jugar al fútbol con estas temperaturas...! ¿Ha visto el partido?
El pasajero se preguntó de repente si tenía suficiente dinero para pagar el taxi. Comprobó su cartera: sí, bastaría con esos cinco euros, y quizá el taxista le aceptara ese billete extraño como propina...
“¡Qué raro!,” pensó, “¿por qué tengo ese billete extranjero?”
Cuando llegó a su apartamento, éste le esperaba, como siempre, solitario y frío. Trató de poner, por fin, orden a sus recuerdos del día y a sus ideas.

De nuevo, recapituló: la terraza, el paseo marítimo... él sentado, bebiendo su cerveza... ¿solo?
“Es curioso que no me haya dado cuenta antes...” pensó al recordar que había alguien con él en aquella terraza en una ciudad al otro lado del mundo.

¿Al otro lado? ¿Por qué había pensado eso? Se preguntó: “¿Y si era a este lado, y entonces al otro lado... al otro lado estaría...?” Pero había una cuestión más urgente: “¿Y quién es ella?”. No podía distinguir sus rasgos en la penumbra de la habitación, sólo veía su silueta, pero, naturalmente, sabía quién era. ¡Cómo había podido olvidarse!
Volvió al asunto que había dejado pendiente: entonces, al otro lado del mundo, ¿qué habría? Le costó recordar incluso por qué había surgido esa inquietud, pero una vez que lo supo, las imágenes fueron apareciendo, lejanas pero nítidas: el taxi, el autobús, Méndez Álvaro, el invierno, el Parque del Retiro, la casa vacía...
Fue entonces cuando comprendió que esos recuerdos no le convenían... no quería que todas esas cosas le devolvieran a Madrid. Decidió olvidarlo todo.
Se acercó a la ventana y la abrió para respirar la brisa que le llegaba del mar.

Javi (2003)